En la antigüedad, casi la totalidad de culturas que cubrían nuestro planeta, estaban regidas por una serie de dioses la mar de majos (y con un pronto muy malo) que hacían que las buenaventuras llegaran a los corazones de los vecinos de cada pueblo. Y la gente tenía un huerto y sembraba cosas… y, claro ¡eso era una fiesta!: la Fiesta de la Cosecha.
Sí, la cosecha de cada año se pensaba, se compraban las semillas, se preparaba la tierra, se sembraba, se regaba con amor y se cuidaba ese tallo tierno, se rezaba muchísimo para que una tormenta no los matara a todos y se llevara consigo sus tallitos que empezaban a florecer (esto les daba mucha fuerza porque la gente tenía mucha fe). Entonces se empezaban a recoger esos pequeños frutos a mediados de verano, se seguía rezando y rezando por que la cosecha fuera buena y abundante para el invierno… y todo esto para que el campo dejara un buen porvenir de cara al año siguiente, y así, se pudiera hacer otra fiesta de la cosecha tan fantástica como esta.
¡Ah! Que se me olvidaba. Cada paso de este maravilloso ciclo se celebraba. Y lo hacían porque era un logro poder estar vivos con sus campos y sus quehaceres.
Bueno… que digo yo, tú no tienes un huerto de estos y seguramente no tengas dioses majos a los que rezarle. Pero hazte un favor, hermano, y busca como plantar en esa cabecita tuya antes de que todo esto se convierta en barbecho.
¡Y celébralo! Acuérdate sobretodo de celebrarlo.
